― Esta noche –dijo el rey, alzándose-, mi hijo Cyrus, vuestro príncipe, organizará a sus hombres de mayor confianza para emprender esta terrible empresa. Al alba partirá hacia las tierras de Lynnus y acabará con el mal que acecha en nuestro reino.
Los vítores del pueblo llenaron
la sala. Pero Bean, apartada de la multitud, miraba la escena con una sonrisa
nerviosa. Por fin iba a poder demostrar su valía. Ser la herrera oficial del príncipe
era todo un honor, pero únicamente había realizado trabajos para torneos,
justas y fiestas, nunca nada similar a una batalla de verdad.
El rey y el príncipe llamaron a
su séquito a una sala apartada, donde se tomaban las decisiones importantes.
Era la primera vez que convocaban a Bean como parte de los herreros oficiales
del reino. Los hombres que conformaban el resto de su gremio ni se molestaban
en ocultar la risa.
― ¿Para qué demonios vienes, muchachita?
El príncipe no es estúpido; jamás llevaría a una mujer a la guerra.
― Cállate, Grifus. Sabéis
perfectamente que soy la herrera de confianza del príncipe.
Las declaraciones de la joven provocaron
aún más risa en sus interlocutores. Ella, ofendida, se cruzó de brazos y se
apartó hasta dejar de escuchar a sus compañeros de gremio. Ser la única mujer
en su posición era a la vez un orgullo y una maldición. La sala se silenció por
completo cuando el rey colocó sus manos sobre la mesa. Comenzó entonces a
recitar una larga lista de caballeros que, al nombrarlos, presentaban sus
respetos y aceptaban con honor la tarea que les era encomendada. Una vez
terminó, fue Cyrus quien tomó la palabra, comenzando a nombrar aquellas
personas de confianza que le acompañarían en su viaje.
― …Y, finalmente, como mi herrero
personal, Grifus Capa Moteada.
La frase fue para Bean como un
jarrón de agua fría. A pesar de haberse alejado, podía escuchar perfectamente
la risa de su compañero herrero desde la otra punta de la sala. Su mirada se
encontró con los chispeantes ojos del príncipe, que parecían divertidos. Fue
incapaz de callarse.
― Disculpad, alteza; pero pensé
que, siendo yo vuestra herrera oficial, me escogeríais a mí para acompañaros en
esta… travesía.
El silencio se instaló en la sala
y docenas de ojos se clavaron en ella. El rey fue a hablar, claramente airado
por el descaro de la joven, pero Cyrus se adelantó.
― Si bien me siento orgulloso de
haberte seleccionado como mi herrera personal, por respeto al servicio que tu
padre ofreció a esta corona, no se me pasaría por la cabeza llevarte a la
batalla. Tus creaciones están bien para los torneos, las fiestas y las justas.
Pero ahora no necesito algo bonito que ensalce mi postura y agrade al pueblo.
Necesito elementos fuertes, resistentes, que nos ayuden a vencer a los demonios
que acechan nuestras tierras.
― Disculpad mi insolencia, alteza
–contestó Bean apretando la mandíbula. El príncipe no solo había roto su mayor
ilusión, sino que la había humillado.
Paseó durante horas, perdiéndose
por el bosquecillo que rodeaba el palacio, hasta que sus mejillas dejaron de
arder y su corazón dejó de doler tanto. Sentada en una roca con la mirada
perdida en las estrellas, Bean se permitió el lujo de dejar caer unas lágrimas
rebeldes.
― El príncipe ha cometido una
gran equivocación.
Bean se incorporó de un salto,
buscando alrededor la fuente de aquella voz. Extrajo del cinto una pequeña daga
que siempre le acompañaba, con mano temblorosa.
― Disculpa si te he asustado,
Bean. No era mi intención.
― Muéstrate.
Una figura avanzó desde la
espesura, dejándose ver. Era una muchacha de largos cabellos rojizos, cubierta
con una capa tan blanca que parecía reflectar la luz de la luna. La herrera no
reconoció su rostro, y estaba segura de no conocerla, pues unos ojos como
aquellos serían imposibles de olvidar. Eran prácticamente blancos, con brillos
amarillentos, y carentes de pupila.
― ¿Quién eres? –preguntó, y la
tranquilidad en su voz la sorprendió incluso a ella. A pesar de la situación,
se dio cuenta de que no sentía ni una pizca de miedo.
― Mi nombre es Ienna. Soy lo que
tu gente conoce como un espíritu del bosque.
Bean asintió. Recordaba las
leyendas y la figura de la mujer encajaba a la perfección con lo que
explicaban. Bajó el arma, más relajada, y se dejó caer de nuevo sobre la roca,
admirando la belleza de aquel ser.
― Los de tu especie hace mucho
que no se dejan ver, o eso cuentan las leyendas. Dime, ¿por qué, de entre todos
los humanos a los que podías visitar esta importante noche, has decidido
mostrarte a mí?
― La importancia de cada uno no
lo deciden los demás, sino sus actos. Está escrito en las estrellas que tu
príncipe fracasará en esta importante misión. Cyrus perecerá mañana por la
noche, aplastado por las garras demoníacas, y en tres días apenas quedará un
humano en pie en todo el reino.
La herrera sintió que debía
horrorizarle aquello, pero la presencia del espíritu la tenía tan relajada que
solo pudo sentir un cosquilleo en el estómago.
― ¿Y qué podría cambiar yo en la
ecuación del futuro que ves?
― Tu visión, Bean –contestó el
ser, acercándose a la joven. Tomó su rostro entre sus pálidas manos, y la
humana sintió una tremenda paz inundando su pecho―. Ninguno de los hombres que
partirán en unas horas es capaz de ver el mundo como tú eres capaz. Como tú
serás capaz.
― Pero yo no…
― Sé que no confías en ti misma.
Sé que, aunque te ha dolido, en el fondo de tu corazón crees que el príncipe ha
tomado su mejor decisión. Pero no es así, Bean. Tú eres nuestra única
esperanza. Es tu destino.
La herrera miró aquellos ojos
blancos llenos de estrellas y pudo ver en ellos
el terrible futuro que le esperaba si no actuaba. Ienna besó con suavidad los
labios de Bean y, mientras la chica caía presa de un profundo sueño, susurró:
― Cuando llegue el momento sabrás
qué hacer, Bean. Confiamos en ti.
El sol se filtraba entre el
follaje cuando despertó. Tenía un tremendo dolor de cabeza y, por un momento,
sintió que los recuerdos de la noche anterior habían sido fruto de sus sueños.
Miró alrededor, y vio un pequeño zorro rojo que la observaba desde un matorral.
El animalillo pareció asentir antes de esconderse en la espesura, extrañando a
la adormilada Bean. Fue a frotarse los ojos, pero en su mano izquierda notó
algo que la detuvo. Una extraña piedra de forma ovalada, con el mismo aspecto
que los ojos de Ienna. No sabía cómo había llegado hasta ella, pero sabía que
sería importante.
Regresó a su alcoba y preparó una
pequeña bolsa de viaje. Se colocó un peto de cuero sobre su ropa limpia y se
colgó a la espalda su mejor obra: una preciosa hacha de acero negro, con dos
hojas afiladas y la empuñadura forrada en cuero. El arma estaba acabada,
exceptuando las piedras preciosas que el príncipe le había pedido. Era ligera
pero contundente. Parecía más hecha para sí misma que para su legítimo dueño.
Finalmente pasó por las cocinas
para comer algo rápido y prepararse una ración para el viaje. El trayecto hasta
Lynnus le llevaría al menos una jornada completa, por lo que decidió tomar
prestado uno de los caballos que el príncipe había dejado en palacio. A fin de
cuentas, si lo que le había mostrado Ienna se cumplía, no importaría tener un
caballo más o menos en el establo. Cabalgó durante varias horas, parando
únicamente para comer y dejar descansar al corcel. Cuando el sol ya comenzaba a
ponerse, vislumbró a lo lejos el campamento real. Las tiendas estaban ocupadas
por hombres heridos, mutilados, delirantes. Los magos sanadores no daban abasto
para calmar sus dolores. Algunos, reconociéndola, la miraban en silencio al
pasar. Pero Bean tenía un único objetivo en mente: encontrar al príncipe.
Cyrus estaba en una de las
tiendas, siendo curado por uno de aquellos sanadores. Tenía el pecho descubierto
y una horrible herida lo cruzaba desde la zona del estómago hasta prácticamente
el hombro. Cuando la vio entrar en la tienda, el príncipe se echó a reír.
― De verdad, Bean, agradezco tu
entusiasmo. Pero no podemos hacer nada. Esas criaturas… Nos están masacrando.
Ni si quiera los hombres más fuertes y valientes están saliendo airosos de la
batalla. Solo podemos contenerlos… ¿Qué crees que vas a poder hacer tú?
La chica desenfundó su hacha,
tendiéndosela al príncipe. Este se pasó una mano por la cara, desesperado,
mientras la herida terminaba de cerrarse dejando una terrible cicatriz todavía
latente.
― No tengo tiempo para tus
tonterías, mujer. Si de verdad quieres entrar al campo de batalla, adelante. No
arriesgaré la vida de ningún hombre por salvar la tuya.
Sin decir ni una palabra, la
herrera observó cómo el príncipe se colocaba de nuevo la armadura, cogía su
ensangrentada arma y se alejaba, volviendo al combate. Suspiró. Pidió
indicaciones al mago para encontrar la forja que Grifus habría instalado en el
campamento. A pesar de que el herrero le habló en cuanto la vio, Bean ignoró
sus palabras. Había entrado en una especie de trance donde no escuchaba nada a
su alrededor. Tenía una tarea y debía cumplirla a toda costa.
Calentó el acero de su hacha, volviéndola
maleable. Modificó las ranuras que había dispuesto para las piedras preciosas,
creando un único hueco de forma circular. Una vez terminada la modificación,
enfrió el material y, con sumo cuidado, engarzó la piedra que Ienna le había
regalado. Encajaba a la perfección. Al momento, el arma resplandeció y un
cosquilleo recorrió el cuerpo de Bean. Sonrió.
Escuchó cómo Grifus y otros hombres
intentaban detenerla, pero sus pies se movían solos, directos al campo de
batalla. Cruzó la improvisada barrera que separaba las tiendas del horror y
observó la escena. Los demonios, seres deformes de piel grasienta y rojiza,
tenían la clara ventaja a pesar de estar en minoría. Muchos de los hombres del
príncipe estaban en el suelo, inertes o agonizantes. Los que todavía estaban en
pie, luchaban más por mantenerse vivos que por matar a aquellas criaturas. El
propio Cyrus mantenía a raya a uno de los seres, junto con dos caballeros más.
Bean observó, inmóvil, cómo el príncipe se interponía en el ataque de un
demonio para salvar a uno de los caballeros.
La criatura agarró con fuerza el
cuerpo del hombre. Al estrujarlo entre sus manos, la herida mal cerrada de
Cyrus volvió a abrirse, dejando caer un reguero de sangre al suelo. Aquella era
la imagen que Ienna había mostrado a Bean la noche anterior: el momento en el
que el príncipe moría aplastado por las garras de uno de aquellos demonios. La
herrera no podía permitirlo.
El objetivo era difícil, pero no
imposible. Existían muchas posibilidades de impactar directamente en el
príncipe y acabar con su vida. Pero debía correr el riesgo. Bean alzó su mano,
cargando con el hacha. La piedra blanca centelleó en el arma justo antes de ser
lanzada.
― ¡Alteza, a la izquierda!
El príncipe, reaccionando por
puro instinto, siguió el consejo de la voz femenina. Pudo ver, con asombro,
cómo una preciosa hacha negra se incrustaba en el cráneo del ser. Al contrario
que sus armas, que no hacían más que resbalar sobre la grasa y rebotar en la
dura piel de los demonios, el hacha había conseguido abatir al objetivo, que
lentamente aflojó su agarre. Cyrus cayó al suelo y miró con asombro como Bean
se acercaba a él para recuperar su hacha ensangrentada.
― Bean, ¿cómo has sabido…?
Pero la chica no se detuvo a
contestar. Se lanzó a por el siguiente demonio, abatiéndolo de un solo golpe. Y
otro más. Y otro. Las criaturas iban cayendo una a una y los vítores de los
hombres que seguían en pie animaban a la joven. Pero por más demonios que
matase, siempre aparecían más. Entonces lo vio, a lo lejos. La tierra abierta y
el fulgor rojizo. ¿Cómo era posible que ninguno de los soldados se hubiera dado
cuenta?
― ¡Príncipe! ¡Intentad contener a
los demonios! Creo que sé cómo acabar con esto.
El hombre iba a rechistar, pero
parecía haber aprendido la lección. Asintió con solemnidad, guiando a sus
hombres para detener a los demonios y abrirle paso a Bean, que echó a correr
por la explanada con el hacha en la mano. Allí estaba. Aquel surco en la tierra
era de donde los demonios estaban saliendo. Daba igual cuantos demonios
matasen, pues siempre aparecerían más mientras la puerta estuviera abierta.
Observó su hacha, que brillaba con luz propia, y se dejó guiar por los susurros
que Ienna había dejado marcados en su corazón.
El hacha cayó por el abismo,
desintegrando con su luz a los demonios que trataban de escalar hasta la
superficie. Se escuchó un silbido agudo y, justo después, un fuerte estallido
de luz hizo a Bean apartarse. Cuando volvió a mirar, el abismo se había
cerrado. Detrás de ella, la batalla había finalizado, pues todas las criaturas
se habían desintegrado al cerrar su conexión con el inframundo. La herrera,
satisfecha, se dejó caer sobre la tierra seca. Lo había conseguido. Había
vencido a los demonios.
No había pasado un mes desde la
batalla, pero la paz había vuelto al reino. Las enfermerías de palacio todavía
estaban repletas de hombres heridos, los cuerpos de los caídos se habían
devuelto a la capital, donde se celebró una solemne ceremonia en su honor. El
rey, sabiendo que tras tan duro golpe su pueblo necesitaba un respiro, había
organizado una serie de festividades, que durarían tres días, conmemorando la
derrota de los demonios. Bean, por supuesto, era la invitada de honor.
Desde su regreso a palacio había
recibido toda clase de atenciones y lujos. Trasladaron sus pocas pertenencias a
una alcoba más grande, su armario estaba repleto de vestidos terriblemente
incómodos, y cada noche era invitada a la cena la familia real. Polly, una
joven que desde su regreso no se separaba de su sombra y se ocupaba de que no le
faltase nada, no paraba de parlotear a su lado mientras rellenaba
incansablemente la copa de Bean con uno de los mejores vinos de palacio.
― Gina me ha contado que en el
pueblo no se habla de otra cosa. Todos los muchachos se mueren por venir a las
fiestas a cortejarte, y las chicas te tienen una envidia terrible. ¡Y como para
no! Hasta se empiezan a escuchar canciones en las tabernas sobre tus hazañas.
Bean, aburrida, volvió a vaciar
el contenido de su copa por el simple placer de ver cómo Polly la rellenaba sin
tener que cesar su parloteo para ello. Comenzaba a plantearse si la ventana
situada a su derecha era lo suficiente grande como para tirarse por ella –o tirar
a la joven doncella-, cuando la fanfarria que precedía a un anuncio por parte
del rey la despejó por completo. El monarca hablaba con voz solemne, recordando
a los caídos y agradeciendo la valerosa hazaña de los guerreros. Mencionó
entonces a Bean, invitándola a acercarse. La joven dejó su asiento y se acercó
por la pasarela central hasta quedar a los pies del trono.
― No te inclines ante mí ―la detuvo
el rey―. Esta fiesta es en tu honor; si no hubiera sido por ti, posiblemente el
reino completo y, quizás, el mundo tal y como lo conocemos, habría dejado de
existir. Por ello, quería agradecerte formalmente tu valerosa actuación y,
antes de dar por terminadas estas festividades, declarar lo siguiente.
El rey tomó una bella espada y
bajó algunos escalones, quedando apenas por encima de Bean. Ella, incómoda con
la situación, se mantuvo en silencio.
― Bean, hija de Arold Hierro
Templado, por tu inestimable servicio a este reino, te concedo el título de
Baronesa de Baroth. Tendrás tu residencia allí, donde no te faltará ningún
lujo. Un séquito te acompañará en tu viaje a las tierras del este, donde se
celebrará tu llegada. Además, he seleccionado personalmente a tus posibles
pretendientes, que acudirán a las festividades en tus nuevas tierras, para
intentar conquistarte y desposarse contigo.
― Disculpad, alteza –intervino Bean
antes de que el monarca siguiera con aquel discurso-. Si bien agradezco
vuestros esfuerzos por concederme tales honores, he de rechazarlos.
El rostro del rey se crispó y la
joven se arrepintió de haber tenido la osadía de contradecirle, pero Cyrus,
rompiendo el protocolo, se colocó junto a su padre y retomó la conversación.
― Por supuesto. Por tus honorables
servicios al reino se te concederá aquello que ansíes, siempre que sea
razonable.
Decenas de personas observaban la
escena en silencio, casi conteniendo la respiración. Bean miró alrededor, sintiéndose
atrapada, cuando descubrió una cabellera rojiza. Unos curiosos ojos blancos no
le perdían la vista desde las ramas más altas de un árbol cercano. Bean respiró
profundamente y miró alternativamente a rey y príncipe, dejando que la calma
del espíritu del bosque la inundase.
― Si algo he aprendido de toda esta experiencia es que debo seguir mis instintos. Allá afuera hay todo un mundo de posibilidades y alguna estará esperando por mí. Lo que más ansío es ser dueña de mi propio destino.
Reto 4 : Haz un relato en el que tu protagonista, una herrera, realice el viaje de la heroína
NdA: ¡Hola! Se que hace mucho que no publico, pero este relato me ha roto la cabeza completamente. Cuando leí que el reto consistía en escribir sobre «el viaje de la heroína», planifiqué un relato con la estructura del viaje del héroe de toda la vida. Después de planificar, organizar e incluso empezar a escribir, me di cuenta de que se trataba de una teoría literaria diferente que rompía por completo todo lo que había planificado.
Investigué hasta cansarme esta teoría del viaje de la heroína, pero por más que leí y leí, no encontré nada que me gustase. Que no me hiciese pensar que lo que se pedía en el reto era aún más ¿machista? que el propio viaje del héroe. Así que he estado estas semanas estudiando, debatiéndome y, sobre todo, intentando sacar una historia que me gustase un poquito y que fuera un poco fiel a lo que pedía el reto, ya que no me sentía nada cómoda escribiéndolo.
Al final ha salido esto. Lo siento si no es exactamente lo que pedía el reto. ¡Nos leemos pronto!
PD: la relación con el relato anterior no salta a la vista… ¡Pero prometo que existe! 🙂